[Foto: Rafa Martín / Ibermúsica]
[Foto: Rafa Martín / Ibermúsica]
Retorno de la Philharmonia, la orquesta que fundó en 1945 Walter Legge, legendario productor discográfico de EMI, que, además de haber actuado en sus primeros tiempos bajo batutas de la talla de Richard Strauss, Wilhelm Furtwängler o Arturo Toscanini, conoció su mayor impulso justamente a través del disco, y de quien habría de convertirse en el campeón del disco por excelencia: Herbert von Karajan.

Esta orquesta londinense (Londres, pese a la problemática situación actual de la capital británica en lo tocante a la música, sigue teniendo una envidiable nómina de orquestas de primera) es una de las más veteranas y reiteradas participantes en el ciclo de Ibermúsica, desde su presentación… hace la friolera de 38 años. El concierto que se comenta suponía, según se nos anunció, la contribución nº 104 de la orquesta al ciclo. Casi nada. Estaba previsto que la dirigiera en esta ocasión un ilustre maestro británico, que la ha dirigido en bastantes ocasiones, y que también ha sido asiduo visitante en nuestro país, Sir John Eliot Gardiner. Pero a Gardiner, que arrastraba una acreditada reputación de carácter problemático, se le desbordó el vaso de la agresividad y una bofetada al barítono William Thomas, tras una interpretación de Les Troyens de Berlioz en agosto del pasado año (parece que el cantante llevaba algún tiempo irritando al director) bastó para apartar al maestro de los escenarios de manera fulminante. De nada sirvieron sus públicas disculpas. Gardiner no ha vuelto a los podios y, aunque se ha anunciado varias veces su retorno, éste no se ha producido. Quien firma estas líneas, francamente, duda que esa vuelta llegue a tener lugar. Y más en los tiempos que corren.

Como a Gardiner se lo llevó el viento, otros aires trajeron a su sustituto para la ocasión, el japonés Masaaki Suzuki (Kobe, 1954). El fundador del Bach Collegium Japan, organista, clavecinista y director, es un maestro sabio, excelente músico, que ha bebido en las mejores fuentes del conocimiento (Ton Koopman, entre ellas). Y aunque se le asocia más frecuentemente con el barroco (especialmente con Bach), ya hemos podido verle en más de una ocasión embarcado en el repertorio romántico. De hecho, a él dedicó sus dos últimas visitas a la Orquesta Nacional, con sendas interpretaciones de los oratorios Elías y Paulus de Mendelssohn, esta última con el mérito añadido de hacerlo con el brazo izquierdo inmovilizado por un visible cabestrillo.

El programa respondía a la perfección al esquema más clásico de Obertura-concierto-sinfonía. La obertura era, en este caso, la que escribió Beethoven para la música incidental para Egmont, la obra de Goethe. Partitura que en pocos minutos transita por la épica, la lírica, la fuerte intensidad dramática y la vibrante exaltación final, con una coda, marcada allegro con brio, que, cuando llega bien construida, provoca una buena descarga de adrenalina, de las que le pone a uno en el borde de la silla (no puedo evitar recordar aquí la legendaria grabación de Furtwängler en 1947, demoledora).

La afrontó Suzuki (gracias a Dios sin cabestrillo en esta ocasión, y con la movilidad de su brazo izquierdo en evidente recuperación) sin complejos, con plantilla al completo (gracias a Dios), y con apenas una cierta restricción del vibrato y las consabidas baquetas más duras en el timbal como rastros casi únicos de las pautas historicistas. Pero, como es habitual en el maestro japonés, la música llegó con vibración e intensidad, llevándonos por la senda descrita unas líneas más arriba. Tensión, acentos rotundos (pero sin excesos), y buen nervio, con tempo vivo, exposición nítida, apoyada en una cuerda grave de gran poderío y presencia (no se regateó contingente: los siete contrabajos hablan por si solos), pero nunca se perdió la nitidez, con los violines segundos bien destacados cuando procedía. Tampoco se huyó de la agresividad de acentos, trompas incluidas, ni del voltaje de los varios crescendi en el tramo final de la trepidante coda. Respondió con agilidad y excelente ajuste la orquesta británica.

La pieza concertante del programa era el Concierto para violonchelo de Schumann, un guiño anticipatorio al protagonismo que el compositor de Zwickau tiene en la siguiente temporada de Ibermúsica, presentada ayer. De los tres conciertos compuestos por Schumann, este de violonchelo ocupa posiblemente el segundo lugar en interés y belleza. Cierto es que bien por detrás del de piano, instrumento que el propio compositor conocía y dominaba mejor (hasta su desgraciada ocurrencia para asegurar la independencia del dedo anular… que terminó en realidad malogrando su movilidad). El que se escuchó hoy, escrito en apenas un par de semanas en 1850, tiene algunas singularidades que hicieron que su penetración en el repertorio no fuera especialmente rápida ni sencilla (pese a que el repertorio concertante para chelo no tiene, obviamente, la amplitud del pianístico). Hay una fuerte sensación de unidad en sus tres movimientos que discurren sin interrupción, con transiciones entre los mismos sabiamente elaboradas por el compositor. Y hay también una variedad de emociones en el mismo, más sutil que especialmente generosa o visible, desde la casi meditativa atmósfera del inicio al más decidido final, que, sin llegar a una apasionada exuberancia, si resulta más afirmativo. Quien firma estas líneas encuentra especial encanto en el hermoso segundo movimiento, una suerte de emotiva elegía en el que resulta especialmente atractivo (e inhabitual) el diálogo del solista con el solista de chelos de la orquesta.

El solista de la ocasión era el chelista francés nacido en Canadá Jean-Guihen Queyras (Montreal, 1967), que debutaba en este ciclo, aunque es bien conocido en nuestras latitudes. Lució, con su hermoso chelo de Gioffredo Cappa (1696), un sonido de bello timbre, redondo y lleno, con presencia suficiente, aunque no especialmente poderosa. Impecable su articulación y agilidad, y excelente su afinación en la región media-alta del instrumento (bastante exprimida en la partitura). Las características de Queyras, siempre productor de un excelente fraseo cantable, con bien manejada dinámica y sutiles inflexiones agógicas, convienen especialmente a un concierto como este de Schumann, que transita principalmente por la vía del lirismo antes que por la apasionada o temperamental exaltación (se viene a la cabeza el muy diferente concierto de Dvorák que escuchamos no hace mucho a Pablo Ferrández en este mismo ciclo). La interpretación fue, en fin, sobresaliente, muy coherente con lo que la música demanda, y Suzuki acompañó con exquisito cuidado (entre otras cosas, en cuanto a que los tutti no enmascararan al solista). Éxito grande de Queyras, que tras agradecer los aplausos del respetable, anunció la doble propina: una melodía popular ucraniana que conectó, muy bien por cierto, sin solución de continuidad, con el Preludio de la suite nº 1 BWV 1007 de Bach, presentada y delineada con una expresividad sutil y elegante, sin extremos, pero llena de exquisita sensibilidad.

La segunda parte nos recordó, de nuevo, que 2024 es el año de la música checa. Así que después de los dos sensacionales monográficos Dvorák ofrecidos por la Filarmónica Checa con su titular, Semyon Bychkov, hace apenas mes y medio, nos embarcamos en la escucha de otra sinfonía del gran compositor checo. El ciclo sinfónico de Dvorák, como la mayoría de los que ocurrieron después del de Beethoven, no fue producto de un viaje sencillo. Como expresó hace no mucho el mencionado Bychkov a quien firma estas líneas, “Dvorák necesitó su tiempo”. Y es cierto que la primera parte de su ciclo sinfónico ha sido objeto de debate. Alguien tan poco sospechoso como ese enorme director que fue Rafael Kubelik, autor de una legendaria grabación de dicho ciclo, confesó que había grabado la Primera sinfonía por la insistente presión de Deutsche Grammophon, pero que, en realidad, no consideraba que la obra tenía la calidad necesaria para ser llevada al disco. En este trabajoso devenir sinfónico (la senda sinfónica ya había costado esfuerzo y sudores a Schubert, Brahms y compañía: la sombra de Beethoven era sin duda demasiado alargada), la Sexta, compuesta en 1880, supone, en cierto modo, la que marca la frontera y abre la puerta a la primera de las tres últimas sinfonías que son, sin duda alguna, la verdadera cima del ciclo, a una distancia muy considerable de las anteriores. En esta Sexta encontramos, faltaría más, el indiscutible talento y encanto melódico de Dvorák, marca de la casa, pero no es tampoco el producto más acabado que sí son las sinfonías posteriores. Baste recordar que su amigo Brahms, aconsejándole sobre su siguiente sinfonía (la séptima) le dijo que la “imaginara como bien diferente de esta”.

No puede dejar de degustarse, en todo caso, el brillante colorido de la obra, la brillante efervescencia del movimiento inicial, o la trepidante alegría del último, pero tampoco la calidez expresiva del adagio que, no obstante, queda evidentemente lejos de la maravillosa emoción que despiertan los movimientos correspondientes de las tres sinfonías que le seguirán. Con todo, es quizá el Scherzo, la danza popular llamada Furiant, con la indicación Presto), el fragmento más conocido y el que llega con más directo impacto. Ritmo de energía contagiosa, insistente y lleno de nervio en sus rotundos acentos.

Suzuki afrontó la sinfonía, como antes con Beethoven, con energía, determinación, envidiable expresividad, sabia construcción e impecable sentido del dibujo melódico. La entrada, relativamente dubitativa, de la madera justo en el inicio de la obra, no puede empañar una labor de sobresaliente nivel general. Hubo brillantez y grandeza en el primer tiempo, con adecuada atmósfera en los pasajes indicados Grandioso, y apropiado contraste entre los temas. Se respetó la repetición de la exposición tal como está prescrita en la partitura, aunque se ha sugerido que el propio compositor la descartó posteriormente. Pudo haberse moderado quizá la intensidad de los metales (trompetas especialmente) en algún pasaje del tramo final del movimiento. Llegó con adecuada efusión lírica el adagio, en el que lucieron bien las maderas, con especial mención para el excelente solista de flauta.

Precioso, de contagiosa vibración rítmica, el Scherzo, ese Furiant que es pura energía, y en cuya segunda mitad, notoriamente más cantable, brilló la sección de violines. Más remansado el Trio, destacaron en él estupendas contribuciones de oboe, flauta y flautín, pero también violines segundos y violas en la segunda mitad. Casi en attacca inició Suzuki el Allegro con spirito final, una verdadera exaltación de vitalidad, con tramos de triunfal grandeza, brillantemente planteados desde el podio y traducidos de forma ejemplar por una orquesta que se mostró muy ágil (la cuerda fue bien puesta a prueba en esta ocasión, y superó el trance con holgura). La propia energía de la obra, y la que siempre transmite Suzuki, no podían culminar de otra forma que con un éxito notable. Y, tras destacar, una a una, todas las secciones de la orquesta, el propio Suzuki recogió la ovación de la formación, a la que dirigía por vez primera y que, aparentemente, acabó encantada con el maestro. La propina no se hizo esperar: Danza eslava op 72 nº 2 del propio Dvorák, con el simpático detalle de tener al propio Suzuki ejecutando la parte del triángulo. Un más que notable concierto

scherzo.es