El violonchelista francés deslumbró en el Teatro Colón con obras de Bach y Kodály.

 

El violonchelista francés de origen canadiense Jean-Guihen Queyras (Montreal, 1967) se presentó el lunes en el Colón para el Mozarteum. Miembro fundador del Cuarteto Arcanto, ex solista del Ensamble InterContemporain de Pierre Boulez, Queyras seguramente sea una de las principales figuras en la tradición del violonchelo; pero además sobresale por su gran amplitud de miras. Da la impresión de que la época de los ultraespecialistas se está volviendo una cosa del pasado; como el pianista Alexander Tharaud o la violinista Isabelle Faust, para citar dos asiduos colaboradores suyos en la interpretación de cámara, Queyras parece sentirse igualmente a gusto en la música barroca, en la música contemporánea y en el repertorio clásico-romántico.

Para su debut en el Colón el músico eligió el gran testamento del violonchelo solo, las Seis Suites que Bach escribió hacia 1720. Queyras las dividió en dos programas: el pasado lunes 26 hizo las primeras tres y el lunes próximo hará las tres restantes (también para el Mozarteum).
Queyras, nos informa el programa de mano, toca con un instrumento construido por Gioffredo Cappa en 1696 (aunque no emplea las viejas cuerdas de tripa, sino de metal). Su toque y su soltura impresionan de inmediato, ya desde el preludio de la Suite N° 1 en Sol mayor, que suena como una música sin barras de compás, como efectivamente podrían ser los antiguos preludios, si no en la letra, al menos en el espíritu (aunque también algunas veces en la letra, como es el caso de los préludes non ménsurés, “no medidos”, de algunos clavecinistas franceses del siglo XVII). Si hubiera efectivamente un progreso en la interpretación de la música antigua, no consistiría tanto en la reinvención de un sonido como en la de una actitud.

Es fascinante la variedad de matices de Queyras; de peso del arco, de vibrato, de colores, para no hablar de la fluidez: la Courante de la Suite N° 2 transcurrió como un rapidísimo suspiro, aunque no cautivó menos la gravedad introspectiva de la Sarabanda que se oyó a continuación. En su sutil administración de la energía, Queyras tiene un gesto conclusivo que recuerda al de la pianista Martha Argerich, por su forma de abrir el brazo drecho y levantarse del banco casi con la última nota de la pieza.

El músico agrupó las tres primeras sonatas consecutivamente en la primera mitad del programa, y dejó para la segunda parte la Sonata en Si menor de Zoltán Kodály (1882-1967). El húngaro seguramente la haya escrito con un oído en Bach, aunque no por sus materiales sino por sus técnicas, especialmente la polifonía (real y virtual) que se puede crear en un instrumento melódico como el violonchelo. Ahí se acaba el contacto.

Si el principio de las Suites de Bach es el de la variedad y el equilibrio, el de la Sonata de Kodály es más bien el de la obsesión; especialmente en el extenso Allegro maestoso inicial, que parece rumiar una y otra vez sobre los mismos materiales, aunque no sin maestría; y también con un arduo virtuosismo, que Queyras resolvió con una seguridad apabullante. El gran músico francés respondió a las ovaciones con un bello fragmento de su coterráneo Henri Dutilleux, un número de las Tres estrofas sobre el nombre de Sacher.

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